Los jóvenes de hoy (una tercera parte de quienes tienen 30 años viven todavía en casa de sus progenitores) se lo piensan mucho antes de irse del hogar familiar. Y, todos en general, le damos mil vueltas a la cabeza antes de suscribir cualquier compromiso que suponga una atadura: hipotecarse comprando una vivienda, consolidar una relación sentimental, tener hijos, cambiar de lugar de residencia para acceder a un nuevo puesto de trabajo.
Este mundo de comodidades y seguridad en que vivimos nos ha hecho conservadores, recelosos ante el futuro y dubitativos, introspectivos y, lo que es peor, nos ha convertido en personas bastante inseguras y desconfiadas. Buena parte de esta situación se debe a la educación protectora y permisiva que los padres de las últimas generaciones han proporcionado a sus hijos. Esa sensación de bienestar a cambio de casi nada y con tan pocos límites y obligaciones, actúa como freno ante el cambio, al aumentar el nivel de prevención y exigencia ante las incertidumbres que generan los cambios estructurales. Sin duda, hay barreras objetivas ante las que apenas se puede intervenir, como la carestía de la vivienda o la escasez y baja remuneración del trabajo, que dificultan la toma de las decisiones relacionadas con la emancipación y el desarrollo personal.
Pero hace sólo tres décadas, ni se vivía tan cómodamente ni la gente había tenido tanto tiempo (antes de la vida en pareja y de tener descendencia) para construirse a sí misma, para definir sus preferencias y su propio estilo de vida. Crear una familia o irse de casa de los padres supone renuncias importantes, que pueden verse sobradamente compensadas una vez realizado el cambio pero que hacen que la gente se lo piense mucho antes de tomar la decisión.
Muy importante
Algunos jóvenes manifiestan miedo al compromiso con otras personas e, incluso, al compromiso con su propia autonomía. Temor a responsabilizarse, a vivir con independencia territorial y emocional respecto de sus padres. Miedo, en suma, a hacerse cargo de sí mismos, a ser responsables de sus actos, decisiones y opiniones. El miedo revela normalmente una desproporción entre la dimensión de lo que tenemos que afrontar y los recursos con que contamos para ello. Y no es suficiente con disponer de esos recursos, hemos ser conscientes de nuestra capacidad y para ello es indispensable ponerla en práctica.
Aquí está el centro de la cuestión. Los padres han protegido tanto a sus hijos, han querido allanarles tanto el camino, que no han hecho sino poner barreras a su evolución. Han olvidado que valerse por uno mismo y dotarse de la capacidad de afrontar las dudas, los problemas y las dificultades, sólo se aprende desde una autonomía de opinión y de acción, que debe irse construyendo con el transcurso de los años. Los jóvenes han de ir generando sus propios recursos, experimentando sus capacidades y comprobando que los errores son oportunidades de aprendizaje para crear respuestas más eficaces y adecuadas. Un joven que ignora sus capacidades tenderá a ser inseguro y temeroso, a manifestar dependencia de las personas que le han ayudado a resolver sus problemas. Una cosa es ayudar a los hijos y otra, bien distinta, realizar tareas y adoptar decisiones que les corresponden a ellos.
Fuente
Consumer eroski
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